Por: Renzo Gonzalez
De repente Vic miró al suelo, el camino por el que iba y venía las pocas veces que bajaba al pueblo en busca de recursos empezaba a ser visible, demasiado visible, incluso para alguno de esos estúpidos paseantes ocasionales que tanto aborrecía. La idea de abandonar el agujero de mierda que se había convertido en su hogar no le hacía ninguna gracia: un refugio antiaéreo subterráneo, un vestigio fósil de la Guerra Igualitaria, un recordatorio latente de la estupidez humana.
Vaya nombre más repugnante, pensó Vic. ¿Cómo se pueden conjugar dos términos tan opuestos para definir algo tan enfermizo como una guerra? Inmediatamente pensó o creyó recordar que el término había sido acuñado por esos periodistas andróginos y engominados, lacayos serviles que habían nacido para lamer el culo del establishment y perpetuar con su (des)información a los poderes fácticos. Chico, no puedes esperar grandes cosas de seres insignificantes, se dijo a sí mismo, sonrío y siguió su camino.
Cuando Vic llegó a su madriguera se sintió reconfortado; mezclarse con aquellos seres y la neo-sociedad que había empezado a moldearse después del tercer rebrote le resultaba extremadamente perturbador. Microchips, pasaportes biológicos, certificados de inmunidad, apps de rastreo, vacunas obligatorias, cámaras de reconocimiento facial, drones, geolocalización permanente obligatoria; nueva ‘normalidad’ la llamaban.
La humanidad había abandonado lo que la definía, la humanidad se había abandonado a sí misma, la humanidad había dejado atrás su humanidad o él había huido hacia adelante dejando tras de sí algo que siempre le había parecido ajeno y distante, pero que ahora le producía asco y horror a partes iguales; no importaba mucho, ya nada importaba. Vic tomó una decisión en ese momento…
Mirando hacia el cielo, aunque realmente sin ver nada, Vic pasaba las horas maquinando su particular outro, quería que fuera algo realmente único y significativo, algo de lo que se hablara aunque él ya no pudiera oírlo, algo memorable, algo tan grande como la misma insignificancia de su vida. Pensó en parodiar a su admirado Marqués de Sade, pero de mierda había estado llena su vida, así que lo descartó. Pensó en la nada y le pareció atractiva la idea de simplemente dejar de existir, la nada como una metáfora perfecta de su estado actual. ¿De verdad creo en la nada? ¡No te mientas!, se reprendió. Trascendencia vinculada a los elementos esenciales que conforman el universo y su ciclo eterno de creación-transformación-destrucción; en eso creía. Sintió ganas de abofetearse y, también descartó esta idea.
Al final, la sonrisa del abandonado y el moribundo iluminaron su rostro macilento. Los nazis lo llamaron “La Solución Final”, él lo llamaría…Qué puta manía con ponerle nombre a todo, pensó, las cosas son o no son sin importar que tengan un nombre. Recordó que entre toda su basura había un viejo mapamundi de grandes dimensiones, un bisturí oxidado y algún rollo de cinta. Por una cochina vez en mi vida tengo todo lo que necesito, pensó, y rió amargamente, pues también sería la última.
Empezó a siluetear torpemente los continentes imaginando la miseria que estarían viviendo sus habitantes y sintió pena por ellos, en el fondo, aunque odiaba a la humanidad, se compadecía de las personas.
Lo que antes había sido un mapamundi ahora era solo una plantilla, un esqueleto, un boceto; todo iba quedando vacío, vacío, vacío… Con una gran tapa metálica trazó un círculo casi perfecto sobre un enorme cartón, recogió sus manualidades, dobló una vieja y mugrienta chaqueta de corte militar y se encaminó a la plaza más transitada del que fuera ‘su’ pueblo.
Con la solemnidad y la dignidad propia de un equilibrista de semáforo, desplegó sus artilugios rápidamente en una de las paredes en frente del antiguo monasterio medieval que hoy funcionaba como sede administrativa. Desenrolló el pliego donde había agujereado el mapamundi y lo adhirió a la pared con la cinta. Tuvo cuidado de dejar aproximadamente una cuarta parte del pliego sin desenrollar al tiempo que empujaba el cartón perfectamente alineado con sus pies, se giró y se escurrió teatralmente contra la pared y lo presionó con su cabeza y sus hombros hasta quedar sentado. Los transeúntes lo miraron con indiferencia, pero algunos (los que notaron que el mapamundi estaba puesto del revés) se pararon a observar con expectación, pues en tiempos de desempleo rampante cualquier situación atípica se convertía en espectáculo.
Un silencio perfectamente calculado, una mirada inquisidora a cada uno de los presentes, un redoble imaginario y el éxtasis final. Como un relámpago, Vic sacó de un bolsillo de su chaqueta una vieja y oxidada pistola, la puso entre su boca y jaló del gatillo. El proyectil esparció su masa encefálica y su sangre sobre la plantilla dibujando los continentes en altorrelieve. Cuando su cuerpo inerte cayó lateralmente contra el asfalto, por fin se reveló la parte del mapa que había estado presionando con su cuerpo con tanto cuidado. Había una pequeña brújula con el norte apuntando hacia al sur y un texto que rezaba:
ESTO ES SOLO EL COMIENZO. BIENVENIDOS AL VIEJO (NUEVO) MUNDO.